Una obra maestra con sabor a Barroco

la_joven_de_la_perla_3(Fuente: labutaca.net)

El debut de Peter Webber es un hermoso drama sustentado en una prodigiosa fotografía de Eduardo Serra que convierte el filme en una obra de arte

Poco o nada se sabe de la obra y figura de Johannes Vermeer, una de las figuras más importantes y definitorias del barroco holandés.

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En su corta obra pictórica escasean paisajes, escenas de calle y algunos retratos. Es en los pequeños momentos cotidianos como los interiores domésticos llenos de luz en los que una o dos figuras están leyendo, escribiendo o realizando alguna tarea doméstica, donde el pintor neerlandés destacó. Son ésas obras de observación y ejecución rigurosa de la vida holandesa de la segunda mitad del siglo XVII, determinadas por un sentido preciso del orden de las que extrajo Vermeer el modelo de un magistral en-foque de la composición y la representación en el espacio. En esta enigmática e inusual área, la autora Tracy Chevalier trazó bajo la enigmática obra del pintor una hermosa historia de pasión y concordia entre el autor y la sirvienta que sirvió de modelo en el cuadro titulado «La joven de la perla», pieza fundamental de la pintura barroca centroeuropea. Un ‘best seller’ que basó su éxito en la reconstrucción de una época y de una ficción de hermosos tintes nostálgicos delimitados en la relación del pintor y su musa.

Así, el debutante Peter Webber, prestigioso documentalista, lleva a imágenes el libro de Chevalier para develar el misterio que se esconde detrás de este cuadro de Vermeer, narrando la triste historia de Griet, una chica de pocos medios que se ve obligada a trabajar como criada en la casa del gran maestro. Debido a su timidez, su sencillez, su blanca piel y sus frondosos labios, el genial artista decide retratarla en uno de los cuadros más famosos de todos los tiempos. Poco a poco el embrujo y fascinación de Vermeer por la joven provocan los celos de Catharina, su arpía mujer, y de Van Ruijvens, el rico y desagradable patrono del subordinado artista. Con esta premisa, la película expone milimétricamente una cuidada recreación histórica, detallada en planos que destilan una inspiración que va más allá de la excelencia de una puesta en escena cargada de belleza, donde cada encuadre, dentro de su planificación, está expuesto como representación pictórica deudora del mejor Tiziano, Tintoretto, Rembrandt o Rubens.

Es extraño, sin embargo, reconocer al verdadero artífice de la grandeza del filme en la figura del fotógrafo Eduardo Serra, quien encumbra su trabajo de forma tan solemne que acaba por eclipsar la fun-ción de Webber como director. Así, Serra, siguiendo los postulados artísticos de Steen, Potter o los hermanos Van Ostade, obsequia al espectador con una película de frágil sensibilidad, donde la puesta en escena simboliza un universo pictórico de tonalidades y perspectivas sobre el fondo, hacia planos medios y más allá en la distancia, llenos de efectos de luz reflejados con sutileza, delicadeza y pureza de color. Un cosmos de arte y luz que el cineasta aprovecha para contar la historia a través de un mundo en el que las cosas no se dicen pero se captan, como extraídas de la atmósfera doméstica evocadora del estilo genérico de Pietr de Hooch, otro maestro de la época. El impresionante trabajo de este portentoso director de foto-grafía obtiene, con sus buscados fondos neutros, verdaderos lienzos de perfección y técnica admirables, una perspectiva cercana a la cámara os-cura del maestro holandés. Una recreación histórica llena de interiores do-mésticos, donde el silencio y la visualidad emocional descubren descripciones estéticas y ambientales de un período concreto, con una rotulada exactitud que define y refuerza sus bellas imágenes con una inigualable mirada a las diferencias sociales y religiosas de entonces, reveladas en una vida rutinaria fragmentada en una segmentación artística impuesta al pintor que dividía su condición de artista a la libertad de sus propósitos y al encargo del mecenas.

En cuanto al guión, la adaptación de Olivia Hetreed no formula una relectura del texto de Chevalier, sino que adapta la novela con una sutileza definida por la suavidad de sus formas y la intensidad de su contenido, sabiendo recoger y transmitir la narración centrada en las propias imágenes, saliendo así muy airosos Webber y Serra en la traslación de la época y el mundo visual manifiesto en la obra del pintor. Y, aunque tanto la idea de Chevalier como de la adaptación a la pantalla de la vida de Wermeer sea una ficción de falsedad evidente, el descubrimiento del enigma detrás de la pintura no deja de ser una romántica historia de amor no consumado donde el más pequeño detalle o la más sutil mirada pueden ser lo más importante en la vida sus protagonistas.

Es el debut tras la pantalla de Webber una sincera visión sobre la creación y el artista, pero con una subvertida intención de acometer un viaje a la silenciosa humanidad de sus personajes callados, observadores de todo aquello que les rodea y que viven su vida con una in-quietud basada en la emoción creativa. En este terreno de quietud, donde el ritmo es pausado y sigiloso, cabe destacar los instantes de pasión reservada entre creador y musa, desglosando su mejor secuencia en aquella en la que él perfora el lóbulo de la oreja de la joven para colocarle la perla (señal erótica de una alegórica desfloración) o cuando Griet deja ver su lar-ga cabellera, símbolo personal de su desconfianza ante las clases superio-res. Elementos que resultan vitales para que el espectador sea testigo de la fascinante transformación de la joven musa (de sirviente a aprendiz) y de la metamorfosis del estudio de Vermeer, pasando de una gradación oscura y tenebrista a un entorno bañado por la luz y el color.

«La joven de la perla» supone un gratificante encontronazo con la maestría, con la modesta perfección de unos designios artísticos difíciles de apreciar en el cine contemporáneo. La película, coproducida por Reino Unido y Luxemburgo, contiene en su lienzo visual una de las más portentosas puestas en escena de la mano de un Ben van Os que cuida con escrupulosidad cada detalle, con pulcritud exigente y elegante. Virtud que unida a la pe-ricia fotográfica de Serra inciden en la fidelidad a las tonalidades y matices que amparan una ambientación prodigiosa. Pero si algo es destacable en esta preciosa mirada al mundo del arte pictórico además de la fotografía de Eduardo Serra es la extraordinaria interpretación de la joven y auténtica revelación de  Scarlett Johansson, un prodigio que sublima su talento con una emocionante galería de miradas comedidas, de poderosos mutismos adaptados a un inmenso personaje que la actriz sabe moldear con una actuación descomunal, inalcanzable, y que, junto a su notable participación en «Lost in translation», convierte a esta joven actriz en la esperanza de gloria actoral tan esperada por el apático Hollywood.

Esta película es un poema al entorno artístico, una dulce joya imperecedera en la memoria cinematográfica de una sutileza remarcada por su espectacular forma y el vigor de su fondo. Un drama pausado en el que el espectador más dotado para el arte encontrará uno de esos extraños hallazgos irrepetibles, inesperados, nutridos de una magia especial que se manifiestan como perentorias y solemnes obras maestras, como un hermoso y lento paseo por una galería de arte. Una cinta que a pesar de su precio-sismo dramáticamente perfecto y una historia aparentemente opaca, es una de las películas más deslumbrantes y artísticas que se han visto en muchos años.

Miguel Á. Refoyo. Septiembre de 2003

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1 comment

  1. Excelente pelicula!
    La vi en el cable, pero ahora la ire a ver «en pantalla grande».

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