(Fuente: Pasión por el cine)
La última cinta de Michael Haneke se llama La cinta blanca y, a diferencia de otros escritos míos sólo daré unas breves notas descriptivas:
En un pueblo del norte de Alemania, en los días anteriores al estallido de la primera guerra mundial, una serie de crímenes tiene asustada a la población local. Una sociedad liderada por El Barón (un cacique como los que abundan aquí en mi querida Andalucía) y el pastor, casado y con una camada de hijos preciosos, rubios y perfectos. Una sociedad hermética, envasada al vacío, impermeable y sospechosa de extranjeros. Un profesor recién llegado comenzará la investigación en la que, poco a poco, todo el pueblo se verá envuelto.
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La cinta blanca del título es, a modo de letra escarlata, lo que el pastor, henchido de fe, coloca a sus hijos como castigo y aviso: sois puros, inocentes, lleváis el signo que ha de recordaros vuestra alma cándida, y sólo debéis usar el bien en vuestros actos. ¡Ah, el bien! Todos sabemos lo que está bien y lo que está mal, porque somos adultos. Pregúntenle a un niño que soporta los varazos, a un niño cuyo horizonte limita al norte con un campo de coles y al sur con un granero en llamas. Pregúntenle qué demonios es ”el bien”. Todo en esta cinta es incómodo pero fluye de un modo reposado y bello: Haneke depura su forma de filmar de tal modo que pareciésemos estar asistiendo ante el renacimiento de Dreyer: aquí podemos ver el elemento católico, el blanco y negro hiperrealista (más de verdad que muchos blancos y negros actuales), la sobriedad interpretativa… Y nos ha pillado por sorpresa, porque quienes veíamos a Lars Von Trier como digno sucesor del maestro de Copenhague, ahora ahogado en prepotentes y engolados tratados filosóficos que no se los cree ni él, resulta que un cineasta otrora interesado en las raíces de la violencia observada, voyeurística, (El vídeo de Benny, Funny Games, Caché) ha acabado derivando en una obsesión por hundir los pies en las raíces personales de esa violencia física y brutal que nos asola (La pianista, El tiempo del lobo). ¿Lo consigue? Con creces, sin duda. Si bien durante todo el entramado de La cinta blanca podemos estar contemplando un precioso folletín misterioso y quedarnos en una apasionada cinta del tipo ”quién lo hizo”, Haneke no se queda en lo inmediato y trufa toda la cinta de un ambiente que respira a podrido entre lujosas mansiones y habitaciones ajadas donde se lavan a los muertos; donde todos y cada uno de los personajes parece que tiene algo que esconder y que enterrar bien enterrado.
Haneke sí ha conseguido hacer una película de terror sin que, aparentemente, lo parezca. Digo más: no es descabellado pensar que su referente estético más cercano (obviando al antes mencionado Dreyer) es la cinta de serie B El Pueblo de los Malditos. Aunque, si en esta el mal provenía del espacio exterior, en La Cinta Blanca brota del suelo, se encarama en las rodillas y en los brazos, y en el vino de la eucaristía y en los ojos destrozados de un niño, y en un campo de coles reventado por la ira y en las piernas abiertas de una niña sobre una camilla deshecha y en la cabeza rajada de un pájaro cautivo. Es tan inabarcable la sucesión de imágenes y secuencias que me da vergüenza haberla visto sólo una vez e intentar con torpes palabras hacer justicia a una obra tan enorme. Como enorme puede ser la maldad de un adulto que mira hacia abajo y asiste, impasible, a la maldad creciente de un crío que aún se encuentra en ese lapso de tiempo que va desde el primer atisbo de luz hasta que se da cuenta que, un día, ha de tener que morir. Y al que una cinta blanca en el brazo no le va a servir de nada.
Texto: Antonio Bret.