(Fuente: Página 12)
Hace 30 años que Michelle Pfeiffer tiene embelesado y enamorado a medio mundo. Pero el tiempo es tirano y Hollywood más: a esa mujer que supo lastimar a Scarface, que dio la mejor Gatúbela que jamás habrá, que hizo lo que hizo en Los fabulosos Baker Boys y Las relaciones peligrosas, que regaló al cine un rosario de primeros planos que emocionó hasta a las cámaras, Hollywood la empujó a un retiro de cinco años del que recién ahora empieza a asomar.
Y su primer drama en serio es Chéri, de Stephen Frears.
Brian De Palma tenía un problema y el problema era serio. Quería que Tony Montana, el repulsivo (y todavía más que eso) personaje que hacía Al Pacino, tuviera una mujer al lado, una que fuera desmedidamente más fina que él, que le arrojara por la jeta que un mafioso –pese a todo su poder– es un pobre tipo sin clase, pero que no pudiera humillarlo porque ella era una ruina meticulosamente construida entre el alcohol, la yerba de buena calidad y la mejor cocaína del mundo. No la encontraban. Alguien le mencionó a una joven actriz que –el año anterior, 1982– había hecho su primer protagónico en la secuela de Grease. De Palma casi se ofendió. Sabía que la actriz no había tenido buenas críticas, menos todavía el film y que todos habían extrañado a Olivia Newton John. “Si una mujer te hace extrañar a Olivia Newton John es porque debe arrancarte lágrimas de piedad y terror. Es porque le darías con más ganas el papel de Quasimodo antes que el de Esmeralda.” “Te equivocas. Eres un prejuicioso. Esta chica puede enterrar a todas las Esmeraldas de la historia del cine y tú serás Quasimodo si no le das una prueba.” Accesible, profesional, abierto a las sorpresas, De Palma acepta la prueba. La chica había nacido el 29 de abril de 1958 en Orange Conty, California. Signo: Tauro. Tenía, en 1983, casi 25 años. Por las dudas, De Palma pidió una copia de Grease II y le dio una mirada ligera. Le gustaron los ojos de la chica y también la soltura con que cantaba una canción bastante provocativa (o, en rigor, bastante sucia): “Quiero ser cabalgada por un jinete cool”. Ella era Michelle Pfeiffer. Años después, en un programa de TV, le pidieron que cantara para alegría de la audiencia el hit de Grease II. Impávida, dijo: “Si tienen diez millones de dólares a mano, con todo gusto”.
Llegó a la prueba vestida y maquillada como su personaje, Elvira. Dijo un par de líneas. De Palma se levantó y se fue: “El papel es suyo”, dijo. La aparición de Elvira en Scarface (esa ópera loca, ese canto excesivo al exceso) es una de las tantas apariciones impactantes de Pfeiffer en el cine. La vemos de atrás, de lejos. Baja en un ascensor de vidrio, lo que permite verla. También la ve Tony Montana y lo que le pasa al espectador le pasa a él. Queda hipnotizado. Pfeiffer sale del ascensor, baja una escalera y cruza la pantalla de izquierda a derecha con un aplomo irrefrenable. Tiene un vestido, ligero, abierto por todas partes y transparente. Al caminar descubre sus piernas, pero sus ojos queman la pantalla. Es menudita, no es alta, no tiene casi senos, pero surge de ella una fuerza animal y es su cara lo que nadie puede evitar. La cara de Pfeiffer (es casi innecesario decirlo a esta altura de los tiempos) es una de las más hermosas de la historia del cine: ojos grandes y claros, una nariz recta que remata en un pequeño pico que pega un respingo y la hace originalísima (más aún: la nariz recta de Pfeiffer no lo es tanto: cuando ríe le surge un hueso pequeño, imperfecto según los cánones de Hollywood, que la favorece), sus pómulos son poderosos, sus cejas tienen una línea curva y jamás veremos que levanta una más que otra, tiene una frente amplia, sus arcos superciliares son prominentes y su boca es la que cientos de miles de mujeres trataron de hacerse desde que llegó al estrellato. Tiene boca de pato. Tiene trompa. Pero sus labios son imperfectos. No tiene boca de corazón. Su labio superior se divide en dos mitades. En el preciso lugar en que se separan se abre un pequeño hueco que torna a esa boca irrefutablemente sensual. Tiene un mentón algo corto, los lóbulos de las orejas pegados a la piel (eso que, según Lombroso, definía a los asesinos) y algo que nadie ha visto, no ha querido ver o se ha cegado para no herir la perfección: uno de sus ojos –el derecho– es notoriamente más grande que el otro. Ya sabemos que todos somos víctimas de estas asimetrías. Pero en Pfeiffer es una asimetría muy marcada. Además, se vuelve más visible cuando llora. Y Pfeiffer supera a todos y a todas en el arte de llorar. Es capaz de arrancarse lágrimas en menos de un segundo. Incluso sus ojos se ven llorosos más de lo que uno (yo, al menos) desearía. Hay quienes susurran que sabe que son aún más hermosos cuando los iluminan las lágrimas y les arrancan destellos de arco iris. Hay gente mala y envidiosa. Pero, todo es posible.
El papel de Elvira en Scarface la lleva a primer plano, casi al estrellato. Tiene una escena vigorosa y a la altura de la estética del exceso del film en una confitería o lugar nocturno con Al Pacino. Cuando se levanta de un salto, tira el mantel y dice que lo abandona, hace por primera vez uno de los artilugios de su arte interpretativo que sólo ella domina. Aprieta con furia sus dientes, su boca de pato se quiebra en un cuadrado que enmarca sus fauces y (créase o no) reproduce la furia de la cara de Muhamad Alí cuando arroja un golpe de knock out. Se ve en la pelea con Pacino y se ve constantemente en Batman Returns. ¿Qué tenía Pfeiffer para hacer la mejor Gatúbela de la historia? Julie Newmar –en la serie de TV– tiene un cuerpo impactante. No le faltó a Halle Berry. Si Charlize Theron hace ahora el papel (lo mejor que podría ocurrirle a la nueva Gatúbela) no carecerá de un cuerpo formidable para entregarle. Pfeiffer tuvo su cara y su expresividad. Y sus ojos. En las peleas con Batman es donde sus dientes brillan de furia. También sus ojos. Acaso nadie desde Burt Lancaster utilizó tan bien la dentadura para expresar su rabia, su deseo de pelear, de herir, de lastimar. Pensemos en el Lancaster de Veracruz (uno de sus grandes papeles: hechos con lo que a él más fácil le salía), busquen el afiche. Ahí lo tienen: enfrenta su jeta a la de Gary Cooper mostrándole sus legendarios dientes apretados. No sé si Pfeiffer tomó el recurso de ahí. Pero supo –al modo de los cowboys– expresar su furia de modo temible, pese a la fragilidad de su cuerpo.
Pfeiffer ha sido de las pocas actrices que han arrancado verdaderas exclamaciones en una platea. Tal vez el gran primer plano de Ladyhawke (1985) le deba mucho a la luz del gran Vittorio Storaro (el director de fotografía de, por ejemplo, Apocalypse Now!), pero el mismo Vittorio diría que pocas veces tuvo algo tan bello para iluminar. Vemos, en medio del bosque, a un personaje que avanza con una capa que culmina en una caperuza negra. De súbito se detiene y gira hacia cámara. Vemos su rostro. Es Pfeiffer. Pfeiffer joven, en plenitud. Lejos, muy lejos de la meretriz de Chéri. Lejos de sentir que los años no le han dado perdón. En este film sólo tuvo que verse bella y eso los dioses se lo habían otorgado holgadamente.
En 1988 se consagra de modo inapelable. ¡Como para que no! Una actriz que –en el mismo año– es capaz de pasar de la atormentada Madame de Tourvel de Las relaciones peligrosas (Stephen Frears) a la italiana sexy Angela de Marco de Casada con la mafia (Jonathan Demme) no necesita ya demostrar nada. Pfeiffer lo podía todo. La tragedia y la comedia. La escena en que descubre a su amado (vizconde de Valmont, el gran Malkovich) con una prostituta y los dos se burlan de ella hay que verla en slow motion. Pfeiffer (la frágil, enfermiza Madame de Tourvel) queda paralizada, apenas si tartamudea. La cámara no deja de enfocarla. Y no llora. Sino que un rubor visible y doloroso se posesiona de sus mejillas. Transmite un dolor tan hondo, que surge de un amor no menos hondo pero ahora transformado en desesperación, en pérdida y hasta en tortura, ya que su orgullo (un orgullo débil como el de todos aquellos que aman excesivamente y se pierden en su amor y en la persona amada quedando en sus manos, víctimas de sus caprichos y hasta de su crueldad y su sadismo) ha sido deliberadamente pisoteado. Alguien ha dicho: “La cámara, en este film, se apodera del dolor de Pfeiffer como una esponja”. Pocas veces alguien ha sufrido tanto en una película. Y tan bien. Por supuesto: el Oscar estaba clavado, tenía que venir solo, hasta solicitando ser aceptado. La nominaron, pero no lo ganó. Y Casada con la mafia era la antítesis. Scorsese comentó que nunca había visto a una actriz norteamericana hacer de italiana sin recurrir a ningún cliché. Angela de Marco es adorable en un film adorable. Todos están geniales. Dean Stockwell, no: él está glorioso. Lo nominaron. Y Matthew Modine y Mercedes Ruel y Alec Baldwin y esa chica tan bonita y fresca llamada Nancy Travis a la que poco le dio Hollywood, universo del abandono y de los espacios para pocos.
Son los mejores años de Pfeiffer. En 1989 hace Los fabulosos Baker Boys y se convierte en la número uno de Hollywood. Sobre esta película se sabe casi todo y si las llamadas “nuevas generaciones” no lo saben les será saludable ir al videoclub y alquilar el dvd. Es una pena que –al estar vivos los tres protagonistas– no hagan una secuela. Jeff Bridges se transformó en el glorioso actor que hace rato ya era. Pfeiffer sigue muy bonita y como actriz es capaz de todo. Y a Beau hace un tiempo que no lo veo, pero en algún lado debe estar. ¿Por qué no reunirlos 32 años después y ver qué pueden armar esos tres formidables veteranos? ¿O sólo los vampiros importan? Cómo se hunde Hollywood, caramba. Todo se va en efectos especiales, cuentos de hadas, explosiones y films de guerra, para colmo propagandísticos. Como el de Kathryn Bigelow.
La Susie Diamond de Pfeiffer será inolvidable y lo será, por consiguiente, su interpretación de Makin Whoopee sobre el piano de Bridges (Jeff). Otra nominación para el Oscar y se lo lleva… Miss Daisy. Todo estaba para Pfeiffer: había ganado ya el Globo de Oro. Los críticos resumían su actuación diciendo: “Pfeiffer, a knock out”. No pudo ser. Tampoco lo ganó por Gatúbela (que era un Supporting Oscar clavado) ni por Love Field, encantadora película donde se pone una peluca platinada y parte de Dallas hacia Washington para asistir al funeral de Kennedy y buscarse a sí misma. Ni por Frankie and Johnny donde derrota todas las contras que su belleza le oponía al papel por medio de una interpretación de gran sensibilidad. Pacino, muy bien.
Aquí (creo) termina su etapa de gloria indiscutida. Hará muchas películas aún. Pero sin conseguir más de lo que ya tenía. La edad de la inocencia (1993) es para discutirla largamente. O ella y Scorsese o los dos erraron con el enfoque de la condesa Olenska. Carece de misterio, de opulencia. Lobo (1995) está bien, pero apenas eso. Con Mentes peligrosas (1995) ganó mucho dinero. Pero el film no valía mucho, o menos que eso. El mamarracho que hizo con Robert Redford en 1996 lo pasaremos por alto. Pero no pasaremos por alto Un día muy especial (1996). Como productora contrata a George Clooney y es la primera en llevarlo a la pantalla grande. La pareja Pfeiffer-Clooney es adorable. El film es sencillo, emotivo, gracioso, ultraneoyorquino. La escena en que deciden besarse y los dos se ven tan nerviosos como dos niños es tan magnífica de ver como inusual en el cine y en el mundo de hoy. Clooney está a todo Clooney. Y Pfeiffer, según algunos, más adorable que nunca. Luego hace un fracaso que me irrita profundamente. Pfeiffer y Jessica Lange son las productoras. El film se llama A thousand acres. Aquí le ponen En lo profundo del corazón y lo condenan a la banalidad. Como sea, en muchas escuelas de actuación del mundo se estudia la escena en que Pfeiffer le cuenta a Lange cómo su padre (que es el de las dos) abusó de ella hasta los 16 años. Un film insoslayable. Después produce El lado profundo del mar y tampoco le va bien. Empieza a hablar de retirarse. Hace otro fracaso: una con Bruce Willis que dirige Rob Reiner. Luego un thriller sobrenatural de Robert Zemeckis con Harrison Ford como compañero. Aquí se llamó Revelaciones. No pasó mucho con el film, pero Pfeiffer hace –como suele decirse– “todas las caras”. Es un ejemplo de histrionismo expansivo. Un gran trabajo. Luego ese bodrio cuasi abominable con Sean Pean: Mi nombre es Sam. Y el cierre de esta etapa: su prodigiosa interpretación de Déjame vivir (White Oleander). No sé si hay otro papel de Pfeiffer que me guste más. Es la villanísima del film. Es tanta la maldad que su interpretación expresa que llega a asustar más que cualquier monstruo de la pantalla. Así me gustaría volver a verla.
Y aquí viene el retiro. Desaparece. ¡Cinco años sin actuar! No sé el motivo. Por Déjame vivir la habían nominado los actores. Los elogios fueron unánimes. Pero igual: punto. Vuelve cinco años después con tres películas de valor asimétrico: I could never be your woman donde se la ve tan linda y tan buena comediante que uno puede perdonar cualquier cosa. Hairspray no me gustó. Stardust, una liviandad. Y ahora: Chéri.
Se reúne otra vez con Stephen Frears. Con Christopher Hampton, el guionista de Las relaciones peligrosas. Y suma a Kathy Bates. Pfeiffer sigue siendo una gran estrella capaz de encabezar sola un film de nivel. Que, además, se estrena en los cines en lugar de ir directamente a video. Si tenemos en cuenta que su primera-primerísima aparición fue en un film de 1979, luego en uno de 1980 y ya en 1981 hizo La maldición de la reina dragón dirigida por Clive Donner con Peter Ustinov, Lee Grant (Shampoo), Angie Dickinson y Brian Keith para protagonizar Grease II en 1982, veríamos fácilmente que Pfeiffer (con el estreno en Cannes de Chéri en 2009) lleva 30 años de fuerte presencia en el cine. Notable. Más aún si tenemos en cuenta que de esos 30 años se aisló cinco, en un medio donde aislarse es desaparecer. Voy a decir muy poco de Chéri. Pero creo que a las escenas antológicas de Pfeiffer se añade aquí una de las más poderosas. Es exactamente la final. La veterana y elegante prostituta se mira al espejo. Frears deja la cámara fija en el rostro de Pfeiffer. Escribe un crítico español: “Para la posteridad quedará ese primer plano final que resume toda la película donde la Pfeiffer, con la mirada fija a un espejo, advierte que los años no la han perdonado”. Chéri termina al modo de Las relaciones peligrosas. Con la protagonista frente a un espejo. Pero si en Las relaciones… la gran Glenn Close se ponía crema en la cara para tapar su oprobio, aquí, Pfeiffer permanece estática, ojerosa, con una mirada neutra que es, sin embargo, la que todo ve, la que atraviesa el tiempo, va más allá del presente, ve lo que vendrá y lo que vendrá no es grato, es el fin. En cada arruga, Pfeiffer descubre el fin de la vida tal como hasta ahora la conoció. El fin de la Belle Epoque. La sombra de la guerra. La caída de todo un mundo que cae con ella. Todo eso y aún más (en especial el presentimiento de la propia muerte que cada arruga también o sobre todo anuncia) se ve en el rostro de esa mujer que solamente se mira a un espejo. Hay que ser una gran actriz para comunicar toda esa compleja y trágica trama sin hacer un gesto, sin mover un músculo. Como dice George Clooney: “Sólo sucede que esa gran actriz es, además, una mujer muy hermosa”.
¿Qué le espera ahora? Sólo sé que fue a cenar con Obama. Pero adoraría verla hacer Lady Macbeth. Después de White Oleander, ¿alguien podría dudar de la perfección que lograría? O algunas remakes necesarias. ¿Por qué no Margo Channig? ¿Por qué no Scarlet Johansson como Eve Harrington? ¿O Rebeca Hall? ¡Vamos! ¿Qué esperan para que Pfeiffer haga Blanche Du Bois? Disfrutaría mucho escuchándola decir: “Siempre viví de la bondad de los extraños”. Pero que nadie se haga ilusiones. Las cosas ya no son así. Probablemente tengamos que esperar diez o veinte años y verla en la remake de Conduciendo a Miss Daisy. Papel que viene con Oscar incluido.
Increible… la mayoria de las actrices vive su vida tapando arrugas. En el caso de Michelle, sus arrugas son su talento. Como te quedó el ojo, JLO???