Los “Misterios de Lisboa” son los que se esconden tras unas vidas de desgracia e infortunio, recordadas ahora por el joven Pedro da Silva en su intento por reconstruir su pasado en el lecho de muerte. La película del chileno Raúl Ruiz nos presenta una galería de personajes movidos por el destino y el azar, por sus deseos de amor y de relevancia social, por su conciencia de culpa y arrepentimiento. Es el retrato de una nobleza portuguesa que navegaba entre amores imposibles y celos destructores, entre convenciones sociales e intrigas domésticas, con el honor mancillado que debía ser reparado con el duelo y la felicidad que se hacía esquiva. Se trata de la adaptación de la novela homónima de Camilo Castelo Branco, que Ruiz realiza con extrema fidelidad literaria, con exquisita sensibilidad y gusto artístico, con el sello personal de un cineasta que recrea una época y también el corazón de los hombres y mujeres de entonces.
Con una estructura de cajas chinas, el espectador conoce los vericuetos de unas vidas complicadas y tortuosas, con encuentros y desencuentros tan fortuitos como decisivos en su devenir, con escenas apuntadas sobre el teatrillo de marionetas y sutiles flashbacks que nos llevan a otro tiempo y lugar. Las identidades ocultas y cambiantes se suceden sin que el público quede desconcertado ni confuso, y las relaciones entre los personajes y sus historias se trenzan con arte y precisión hasta componer un cuadro folletinesco que hace realidad el consejo del padre Dinis al pobre huérfano: «la sinceridad con Dios, y con los hombres… la solidaridad». Asistimos a la vida como escenario de la desgracia y de un destino fatal que hace que todo pierda sentido, incluso esa búsqueda de identidad de un João que aspira a lo mejor cuando se ha convertido en Pedro da Silva.
Elegancia en la puesta en escena y en unos diálogos de tono pausado y melancólico que exigen la versión original en portugués. Preciosismo en la ambientación y vestuario de época, y música que surge en la medida justa y sin conducir irremediablemente el sentimiento, junto a una cuidada fotografía que ayuda a que la mirada se pose en esos rostros cansados y perplejos, en esos ojos que esconden su pasado y miserias, en esas mujeres que hacen de la tragedia y la venganza el sino de su vida.
Las interpretaciones destacan por su contención y sobriedad, y tanto la gravedad de Adriano Luz como la inocencia de Afonso Pimentel o la elegancia y hermosura de Clotilde Hesme merecen los mayores elogios. Un personaje sobresale en ese misterioso panorama crepuscular: el padre Dinis, en otra época soldado y caballero, ahora protector omnisciente que sirve al cronista para hilvanar la historia de una madre despojada de su hijo, de una hermana deshonrada desde la cuna, de un frívolo caballero convertido en fraile por la muerte.
Ruiz nos da una obra maestra por su excelente adaptación literaria, por su primorosa puesta en escena —un poco teatral—, por hablarnos de la realidad y su representación en un mundo de romanticismo y honor, por tratar pasiones que traen vida y muerte con elegancia e inteligencia visual, por respetar una perspectiva decimonónica de padres y madres arrepentidos que se retiran al convento y de hijos sin historia ni futuro… porque todo ello constituye un misterio inconfesable de la vida en esta crónica de Lisboa. Sin embargo, su tempo lento y su enfoque artístico-cultural —además de las cuatro horas y media de duración— hacen que sea una película recomendable sólo para los amantes del buen cine, pues el disfrute está en la caracterización de los personajes y en sus relaciones, en las enredadas situaciones en que se ven sumidos y en el alma de una época que se debate entre el amor y el destino.
Texto: Julio Rodríguez Chico
Fuente: La Butaca