El árbol de la vida, lo nuevo del siempre interesante Terrence Malick, es un poema visual, una experiencia cinematográfica única que no deja mucho espacio a los veredictos tibios: La amas o la odias.
Y puede que lo más difícil sea decantarse por el blanco o por el negro tras asimilar el torrente de experiencias -sensoriales y metafísicas- que propone Malick en la que es su cinta más autobiográfica. Un punto, el autobiográfico, que no se molesta para nada en enmascarar. En Waco (Texas), su ciudad natal, ocurre todo. Es allí donde se inicia esta heterodoxa película, con el dolor de una familia, los OBrien, ante la pérdida de uno de sus hijos.
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Pronto, entre el duelo y la desesperación por la pérdida, se desata como un torrente la enorme -puede que inevitable- carga teológica del discurso de Malick.
«Lo que Dios te da, Dios te lo quita». Es una de las frases más repetidas en los primeros minutos, y que hace suya el cabeza de familia. Un personaje interpretado de forma más que notable por Brad Pitt, que, por cierto, últimamente no deja de encadenar peliculón tras peliculón.
Una máxima de resignación que despierta múltiples preguntas, especialmente en la madre, a la que da vida Jessica Chastain. Las mismas preguntas que se debió hacer Malick cuando perdió a su hermano.
SIN TRAMPA NI CARTÓN
Él también era el mayor de tres hermanos. Uno de ellos se suicidó con 19 años, la misma edad en la que muere el hermano mediano de la película, al ver que no progresaba su carrera como guitarrista. El niño que muere en la cinta también tocaba la guitarra.
Insisto, no hay trampa ni cartón. De hecho, El árbol de la vida tiene toda la pinta de ser la película que Malick quiso filmar desde que arrancó su carrera como director en 1973 con Malas tierras.
A partir de ese dolor por la muerte se inicia una narración paralela y poco convencional. Dos dimensiones cinematográficas que se van intercalando de forma desigual y con irregular cadencia.
De un lado, la de lo humano, lo mundano: la historia de cómo se formó la familia OBrien. Una narración capitalizada por Jack, el mayor de los tres hermanos al que da vida un magistral niño Hunter McCracken, personaje que en su versión adulta está interpretado por Sean Penn.
Del otro, imágenes del cosmos y la Tierra de una belleza bestial. En ellas Malick muestra la evolución del universo y la vida en nuestro planeta. Incluso se atreve con una pequeña escena prehistórica con dinosaurios como protagonistas. Todo ello bajo la batuta de unas piezas musicales tan grandilocuentes como cautivadoras. Malick encomendó esta tarea al cuatro veces nominado al Oscar Alexandre Desplat. Buena elección.
Con esta doble dimensión Malick ubica una historia concreta, la de Jack OBrien y su familia, en la inmensidad del universo. Lo íntimo y lo cósmico, dos niveles cambiantes y en constante evolución para plantear al espectador dudas universales sobre el amor, la culpa o la fe.
UNA DUDA ENTRE LAS DUDAS
Es en este punto en el que a un servidor también le asaltan ciertas dudas. Dudas que van más allá de los múltiples interrogantes filosóficos que plantea el director. Y es que aunque guste -que me gustó-, aunque emocione -que me emocionó-, aunque conmueva -que me conmovió-, la creación de Malick se acerca más a un virtuoso poema audiovisual que a eso que venimos llamando cine.
En el sentido más prosaico del término «película» es aventurado -que no descabellado, ahí está la Palma de Oro de Cannes- sentenciar que sea una obra maestra. Ahora bien, con su creación, es evidente también que Malick se acerca más a eso que los románticos todavía denominan Séptimo Arte.
A Sean Penn el resultado no le gustó. En una entrevista el actor llegó incluso a afirmar que la obra de Malick «no hace justicia «al mejor guión que he leído en mi vida». Dicen que estaba muy enfadado porque el director no fue muy amable con él durante el rodaje y además recortó notablemente su papel en la sala de montaje.
El que firma no puede ir tan lejos como Penn. Sería injusto. Pero al revisar mentalmente El árbol de la vida, sí resuena la pregunta de qué hubiera pasado si se hubiera obviado -o al menos no incidido tanto- en esos bellisimos, prodigiosos y sublimantes planos de galaxias, supernovas y océanos.
Puede que entonces hubiéramos tenido en nuestras manos una obra tan redonda y conmovedora que asusta tan solo el pensarlo. Y subidos al grandioso árbol de Malick hay tanto en qué pensar…
Fuente: EUROPA PRESS
Escrito por Israel Arias.
Absolutamente de acuerdo, aunque las imágenes eran bellísimas le restan tiempo al desarrollo de la película.