Si en «La rosa púrpura de El Cairo» era posible atravesar la pantalla para escapar de la infelicidad cotidiana, en «Medianoche en París« puede pegarse un salto hacia atrás en el tiempo y aterrizar en una idealizada Ciudad Luz: la que era una fiesta según Hemingway, la de los surrealistas, la generación perdida de Gertrude Stein y la intelectualidad bohemia de los años 20.
En el cine de Woody Allen, la magia todo lo puede, y París es un milagroso territorio de cuento de hadas, donde la fantasía permite concretar el sueño de huir de un presente que se juzga mediocre y banal para refugiarse en el ilusorio paraíso de aquella edad dorada del pasado a la que se hubiera querido pertenecer. Gil (Owen Wilson), guionista de éxito en Hollywood, aspirante a novelista y enamorado de París, tiene sus motivos para la fuga: un trabajo que no lo satisface, un libro que no consigue completar, un futuro en Malibú junto a la bella niña rica y vacía con la que va a casarse. Y ahora que ha llegado a París, una compañía -novia, suegros del Tea Party, un académico pedante- con la que nada tiene en común. La nostalgia es la negación del presente -lo critican cada vez que él prefiere salir en busca de los escenarios por donde anduvieron sus héroes literarios-; ignoran que en el fondo de los propios sueños (en esa edad dorada que se idealizó y de donde provienen los modelos) también puede encontrarse la lucidez para definir los deseos más profundos y el coraje para concretarlos.
Ese camino seguirá Gil cuando la magia parisina y su propia imaginación lo conviertan en un viajero del tiempo, que todas las noches (cuando suenen las campanadas de medianoche, al revés de Cenicienta) el mítico zapallo tome la forma de un viejo Peugeot y sus bulliciosos pasajeros lo inviten a vivir el sueño de conversar con Scott Fitzgerald y Zelda, asistir a una fiesta en honor de Cocteau, escuchar en vivo a Cole Porter, charlar con Hemingway, con Dalí, con Man Ray; conseguir que Gertrude Stein lea su libro y le dé consejos, y frecuentar en fiestas y salones a la bella Adriana, una especie de groupie de la época que aspira a diseñar alta costura y fue musa, modelo y amante de Modigliani, Braque y Picasso. Todos ellos aparecen libres de la pétrea eternidad de los museos y las bibliotecas. Son jóvenes, trabajan, se divierten, tienen sus discusiones, sus amoríos, viven. Están en su presente, y en él hay quien habla de creadores sin ideas, quien hubiera querido vivir en la belle époque, porque entonces sí la fiesta era de verdad y la belleza estaba en su esplendor. Lo que sucede alrededor es lo cotidiano, está contaminado por la trivialidad de la vida presente, carece del aura y del prestigio que el tiempo le concederá (o no) después.
En una inteligente escena, Gil (seguramente pensando en su propia situación) le sugiere a Buñuel un argumento: un grupo de la alta burguesía reunida en un salón descubre que por alguna razón no puede salir. ¿Por qué?, pregunta el aragonés surrealista, perplejo, buscando una respuesta racional, que no obtiene. Gil le sugiere que no lo olvide: quizá le sirva alguna vez.
En «Medianoche en París», todo es ligero, amable, romántico, sutilmente inteligente y tenuemente melancólico. El tono lo aportan el saxo de Sidney Bechet y su «Si tu vois ma mère», que suena mientras se despacha el indispensable sector de postales turísticas en los minutos iniciales, antes de los títulos. El resto está colmado de ironías, ocurrencias ingeniosas, apuntes sobre los clichés norteamericanos acerca de París y sobre la relación entre las dos culturas y abundantes situaciones cómicas. Y cuando el film avanza, las aventuras nocturnas del protagonista amenazan con repetirse y ya han incidido en la progresiva transformación de Gil, Woody Allen da algunas iluminadoras vueltas de tuerca, propone otro viaje, un remate cómico y un desenlace alentador. Se sale del cine con una sonrisa en los labios.
Estamos lejos de la cínica amargura de «Match Point» y del escepticismo de «Conocerás al hombre de tus sueños». Por algo este Woody que le hace decir a Gertrude Stein que los artistas están para ofrecer con su obra belleza y esperanza ante el sinsentido de la existencia entrega una obra deliciosa, mezcla de declaración de amor a una ciudad que lo sedujo desde que concretó allí su ingreso en el cine como guionista y actor de ¿Qué pasa, Pussycat? y de reflexión lúcida sobre el sentido de la ilusión.
París bajo la luz dorada de Darius Khondji suma lo suyo y en el elenco abundan los trabajos descollantes, empezando por un encantador Owen Wilson.
Texto: Fernando López
Fuente: La Nación (Argentina)